jueves, 18 de abril de 2013

Una de biquinis y tetas

¿Por qué será, que muchos abuelos en cuanto entablan una conversación que toque el tema de las vacaciones, salen con aquello de las mujeres enseñando las tetas en la playa, cuando no “enseñándolo tó”?

Estas son las palabras textuales que pronunciaron, tanto el hombre como su mujer, en la conversación mantenida sobre el tema, estando acompañados por otro matrimonio y el camarero del bar en que nos encontrábamos, pues yo, aunque no interviniese en la conversación, allí estaba como "escucha".



Me encontraba en el bar tras haber finalizado mi paseo matutino, el cual discurrió por las cercanías del pantano y por tanto del pueblo, subiendo incluso hasta el Alto San Julián, desde donde tomé unas panorámicas de los dos y de los montes cercanos.

Pude comprobar que el nivel del pantano tiene una subida perceptible de día en día, al igual que se apreciaba a la inversa días atrás. La mayoría de las plantas han comenzado su floración, como muchos matorrales de tojo moruno que con sus flores de un amarillo especial encandilan el entorno, sumándose al despertar primaveral el canto y vuelo de diversas aves que hacía tiempo no se oían ni veían por aquí.



Encontrábame yo sentado a la mesa del bar, al igual que otros días y con mi desayuno esperando a que diera buena cuenta de él, cuando me llegaron los retazos de la conversación que mantenían junto a la barra unos parroquianos, o clientes, con el camarero y dueño del negocio.

Con poco esfuerzo por mi parte, pude oír la conversación que mantenían, pues me encontraba sentado a la mesa más cercana al grupo.



En algunos momentos, trataba yo de centrar la atención en los churros que tenía en el plato, sobre todo cuando introducía uno de ellos en el café con leche del vaso, pero como esta labor se lleva poco menos que maquinalmente, no tuve más remedio que centrarla en lo que se decía. Que dicho sea de paso y a renglón seguido, es como si quisieran que nos enterásemos todos de lo que se decía. De estar las puertas abiertas, hasta los transeúntes se hubiesen enterado.



“Pues yo prefiero a las mujeres que llevan el bañador o el biquini entero, que no las que llevan las tetas al aire”. Decía en ese momento uno de ellos, entiéndase por el camarero.



“Pues yo no. ¡A mí me gusta que las enseñen!”. Le contestó la media naranja de una de las señoras que conformaban el quinteto, formado por esta pareja, el estanquero y señora y el camarero. Su otra mitad ni le hizo caso ni le dio la mínima importancia, así como los otros tres que le escucharon, que por la expresión de ambos entendí que estaban acostumbrados a oírle expresarse así, digamos que libidinosamente, pues ya le he oído yo en otra ocasión y en otro establecimiento al que concurrimos ambos a comprar cigarrillos.



Su media naranja, tras obviar la ocurrencia de su otra mitad, se expresó en tono sensacionalista, como el que va a dar una primicia de noticia o suceso. “¡Anda que en Benidorm, las ves con todas las tetas al aire –nada más que dos me dije yo-, que algunas da gusto verlas. (¡Que si da gusto!) -metió el marido la cuña-. Pero eso sí, ves a más viejas que jóvenes".



“Ya ves –dijo el marido-. Algunas las llevan que hasta se las podrían echar a las espaldas por cima los hombros”. “¡Pero si las hay que las llevan apoyás en la barriga!" Sentenció la mujer y siguió: “Yo estuve pa comprarme un biquini (“¿Tú? Una faja te tenías que comprar”) –metió otra cuña por medio de la disertación de la mujer su marido-, pero no me gusta ir enseñando tó”. Siguió la mujer, haciendo oídos sordos a su marido, como al oír llover.



“Pues mira tú lo que es enseñar –continuó el camarero-. Estuvimos un año en... (una de nuestras islas, de la cual no recuerdo si fue Ibiza o Palma, pues de las dos se habló en el transcurso de mi escucha, aludiendo “al descoque” –literal- que se ve en las féminas por esos sitios playeros) ...y había una señora en el hotel que todas las mañanas tomaba el sol en una hamaca y sin ná”.



En ese “sin nada”, no sé si se referiría al sujetador del biquini o a que no llevaba nada puesto, inclinándome más por lo segundo a tenor de lo que continuó diciendo en su comentario.



“Y allí estaba el marido como si nada, oye”. (“Estuvimos nosotros en la cruz...”) –quiso meter baza el anterior, pero no pudo porque el otro continuó hablando y allí nadie le dio bola-. “Se levantaba y se ponía una bata y se iba enseñando tó”. (“Pues nosotros estuvimos en la cruz de los caídos y...”) –y otra de lo mismo, no le dejaron seguir-. “Y así se ponía todos los días, no vayas a creer”. Concluyó el camarero. El otro se apresuró a seguir con su cortada explicación, no fuese que otro se le colase.



“Pues mira: nosotros estuvimos un año en la cruz de los caídos (en la cruz a los caídos, en Cuelgamuros, Sierra de Guadarrama) y estuvimos en un quiosco cai allí..., de bebidas y eso, y había una sentá en el bordillo (“En el bordillo de la acera..., de la carretera...) –interfirió su media naranja-. “¡Sí, en el de la acera! –cortó él, y siguió- Y estaba espatarrá, enseñando tó. Tenía el chumino pa un lao y las bragas pa otro, y allí, con el chumino enseñándolo como si ná”.



“No ves –continuó la mujer dirigiéndose al camarero, como si su explicación fuese didáctica o al menos muy necesaria- que llevan esas bragas que no tienen ná y se les mete en el culo y en el potorro, que cuando se sientan, pos se las ve tó”.



“Pues mira luego –continuó el marido, en claro toma y daca exclusivo de los dos- que subimos arriba –no se sube para abajo-, al pie de la cruz y hacía aire que no veas; había una que llevaba una falda ancha, de esas de mucho vuelo, vino un golpe –supuse que sería de aire por lo expuesto- y la dejó con todo el culo al aire y la falda de sombrero".



"¡Y así que se tiró andando! No veas; to el culo al aire –siguió comentando, socarrón y sonrisa picarona-. Porque como llevaba desas que son una tira por detrás y la llevaba metía, pues...”
En estas, los estanqueros apenas comentaron algo. Algo que se me escapó y no puedo ponerles palabras en su boca si no las oí.



Alguno comenzó a contar algo en tono confidencial, para lo cual se apiñaron, llegando casi a juntar sus cabezas. Lo que dijeran quedó entre ellos, o para ellos solos, pues no era oportuno acercarme al corrillo, no fueran a creer que quería meter baza yo también. Aunque quería haber pagado mi consumición e irme al término de la anécdota de los vientos serranos, esperé a que diesen por finalizada la confidencia.



Quizás el secretismo fuese motivado por mi presencia, pues saben que tomo notas de las conversaciones del bar y las traigo aquí después, donde algunos de ellos las leen y les parece bien o no les molesta al menos. Pero una cosa es cuando no se dan cuenta y no les importa que las transcriba, y otra que no quieran que me entere de lo que hablan, porque dirán aquello de: “¡Ahora vas y lo cascas!” Y no querrían que así fuese.

















Adrián Martín Alonso
(AdriPozuelo)
Sacedón, Guadalajara
14 de abril de 2013

viernes, 12 de abril de 2013

Observando la crecida del pantano o Conversaciones en el pueblo

Esa mañana salí solo a pasear, pues Suska había parido el día anterior y no hubo manera de hacerla dejar la camada. Estuvo sin abandonar sus tres retoños dos días, los mismos que ni comió ni bebió, ni hizo sus necesidades. Se tomó muy en serio lo de la maternidad.



Después de tomar algunas fotos desde la terraza a un pajarillo, creo que un pinzón, que estaba en lo alto del álamo de enfrente de casa, salí hacia el puente y tras pasarlo me dirigí al camino que baja hacia el pantano, donde estuve tomando unas fotos de la crecida de este, en perspectiva, y a los patos. Tuve que hacerlas de lejos, porque en cuanto me acercaba un poco salían volando unos cuantos; de tal forma que al final solo fotografié a una pareja y creo que fue porque estaban entretenidos, distraídos u ocupados con la parada nupcial, a juzgar por sus movimientos.



En lugar de tirar hacia el fondo, hacia el estrecho como fue mi primera intención, me dirigí al pueblo siguiendo el camino pedregoso; detrás de mí quedaba el tramo que iba cubriendo de nuevo el agua del Tajo. Al pasar por debajo del viaducto le tomé unas fotos de “su barriga”, sobre todo la perspectiva curva que forman sus pilares, pues aunque ya le haya fotografiado los bajos en más de una ocasión, pensé que también le haría unas cuantas de la misma curva, pero del asfalto para contrastar, por lo que tendría que subir al parque, acercarme a la carretera lo que más pudiera y desde una posición idónea tomarlas.



Después de conseguir unas cuantas, justo desde encima de la raya blanca que delimita carretera y arcén, bajé hacia donde se instala el mercadillo los miércoles de cada semana. Junto a las edificaciones bajas, concretamente junto a la que parece un puesto de socorro, y al resguardo del frío viento que calle abajo venía azotando desde el pueblo, había dos abuelos de charla.



Al pasar junto a ellos oí cómo despotricaban, aunque con razón, del gobierno en curso tanto como del anterior. Que si no sabían dónde iba a parar todo esto; que si lo estaban poniendo difícil, y no solo para los jóvenes y los trabajadores, en tanto que poco a poco, o día a día iban más al paro; que si a los jubilados, “que bien ganada tenemos la jubilación”; que lo que no pensaron que volviera a pasar ha pasado, como es el pago de medicinas, “y eso de las que se puen recetar, que ya otras ni las mandan”.



Esto, deduje que era en clara alusión a que se han dejado de subvencionar, que no “mandar” (recetar) ciertos medicamentos, como por ejemplo los antitusígenos, o antitusivos, y expectorantes, como he podido comprobar yo mismo en detrimento de mi economía. Y claro, la conversación discurrió por los derroteros que la mayoría de los “viejos” suelen transitar: la posguerra vivida y sufrida.



“Es que entonces, hasta en la casa más modesta se tenía un gorrinejo, lo mataban, vendían el lomo y eso, y... tenían pa comer un tiempo. Además, que como el que más o el que menos tenía un huertecillo... Y eso después de la guerra. ¿Sabe? –continuó el mismo hombre- Y las cabezas de ajo asás, agua y pan negro”.



“¡Pos anda! –replicó el otro- ¿Y qué cree que comíamos en mi casa? Pos las cabezas dajo. Las asábamos en la lumbre y eso es lo que comíamos.
“Y..., o el trigo negrillo, que labrá oío usté –sigió apostillando el otro-, pos lo poníamos pa simiente...”

Aquí se me perdieron algunas palabras, a consecuencia del viento, porque estaban al otro lado de la esquina de la caseta, donde ellos hablaban en un lado y yo escuchaba desde otro, además de que se movían sin desplazarse del lugar y las voces se perdían en dirección contraria a la mía. Cuando volví a captar la conversación, aunque continuaba con ciertas lagunas por lo ya descrito, el abuelo del trigo negrillo continuaba así: “.../... a catorce o quince.../...pal ganao, porquera en tierra mala”.



“Pos, un filete o unas chuletas, me los ponen tres día seguidos..., pos ya no los quiero. Hay que comer judías, garbanzos, lentejas y tó eso”.

El aire cambió de dirección, al tiempo que ellos seguramente de postura, en lo que yo tomaba apuntes de lo oído. Cuando volví a captar la conversación, esta ya había cambiado “de tercio”, como así comprobé cuando el viento me trajo estas palabras: “.../... no se podían casar, pero si dabas dinero al cura lo arreglaba y se podían casar”.




“Ya le digo. Pue seso, al cura y al juez, y entonces los casaban”. -apostilló su contertulio- “¿Se da cuenta de que la vida es un engaño?” “Pos eso, que vamos patrás en vez de palante”. “Pos, eso digo yo”. Con la contestación del otro tertuliano concluí la escucha. Guardé el bloc y el bolígrafo en el bolsillo de la cazadora y seguí calle arriba en dirección al bar, ya que mi intención era tomarme allí un café con leche y unos churros.

Sentado a la mesa, ante mi desayuno ya servido y de cara a la puerta, no tuve por menos que escuchar la conversación que ya tenían entablada cuatro mujeres, dos mayores, una de mediana edad y una algo más joven, que sentadas ante mí conversaban ante los servicios vacíos de sus desayunos. Un solitario churro reposaba en un plato, y este sobre el mármol de la mesa como centro del corrillo, atónito o atento a lo que escuchaba, aunque no estuviese allí olvidado.



Este suele ser “el de la vergüenza”, ya que una por otra, ninguna se lo comería. Recordé el refrán que dice: “el que tiene vergüenza ni come ni se almuerza”. Oído mucho en mi niñez, sobre todo “en boca de mi madre”, y desde inmemorial decidí no dejar “el de la vergüenza” nunca en un plato. Ya fuesen churros o rosquillas, aceitunas, galletitas, cacahuetes, o cualquier otro tipo de aperitivo, dulce o golosina, que si yo estaba en el corrillo, no sobraba.

Si es que cuando uno se ha criado y ha crecido en la carencia, le han enseñado que la comida no se desperdicia, y menos aun se tira, no se deja nada en el plato. ¡Y por vergüenza menos! De pasada, me acordé de la conversación de los dos abuelos mantenida en el parque, pegados a la pared, al abrigo o resguardo del frío viento de esa mañana del primero de abril.

“Menudo sinvergüenza”. Decía en ese momento una de las abuelas. “Se iba por entremedias de la gente que estaba en la orilla y se iba tocando mirando a las mujeres”. Contestaba otra: “¿Los guevos?” –preguntaba una tercera y la anterior la contestaba- “¡Anda, pues qué va a ser si no!”

A renglón seguido, otra de las dos mayores continuó así: “Se ahuecaba el bañador y se secaba los guevos con la toalla; el guarro..., delante de todas”. “Y se ponía desde lo alto del puente con los prismáticos, pa ver si enganchaba a alguna”. Dijo la otra abuela. Y como si hubiese estado esperando esto, o se lo hubiese recordado, la joven contó su aventura o suceso, que no sabría yo qué decir al respecto, pues se lo estaban pasando pipa con las “sinvergonzadas” del hombre.

No recuerdo si dio los nombres de sus dos compañeras que con ella formaban el trío, el caso fue que estando las tres por la zona de la Boca del Infierno, el “vistillas” estaba por allí también, solo que más arriba que ellas, por uno de los caminos que quedan en la ladera del cerro, y pertrechado con los prismáticos.

Las chicas, vamos a decirlo así, ya que no sé quienes fueron pues no oí sus nombres y aunque los hubiese oído no las conocería, al parecer se cambiaron allí de ropa. “¿Y os pilló?” Preguntó la de mediana edad. “¡Toma que si nos pilló, y a las tres! Con los prismáticos...” La misma que había preguntado comentó: “¡Anda que si no tenía mujeres en casa...!” Una de las abuelas la contestó: “Pues por eso, so tonta, se calentaba y..."

No sé si es que el hombre habría muerto, pues se referían a él en pasado, so pena de que estuviesen comentando veranos anteriores, que eso es seguro pues el de este año lo estamos esperando. Pero es que cuando se habla mucho de alguien en esa forma; que si hacía; que si iba o venía; que si en una llevaba esto; que si otras aquello, es que el interfecto está, precisamente eso, interfecto.

Cuando de alguien se habla mucho, tanto bien, comentando y alabando sus bondades, como mal, comentándolas, criticándolas y recriminándolas, suele ser porque ya no está en este mundo. Que dicho sea de paso, o al final, no desearía que así fuese por él mismo, ya que el hombre seguiría vivo y pasándoselo bien y las señoras contando sus aventuras –las de él- también. O padeciéndolo, vaya usted a saber.




Adrián Martín Alonso
(AdriPozuelo)
Sacedón, Guadalajara
12 de abril de 2013