miércoles, 26 de diciembre de 2012

Cormoranes grandes bajo cero

Está visto, no hay que salir de casa sin la cámara. Algún día que he salido sin ella me he arrepentido después, pero es que cuando llueve o cuando hace frío, o sea, mucho frío, no me gusta llevarla de paseo porque si se moja se estropea y si hace mucho frío se hiela, o puede funcionar mal. Esto ya lo he podido comprobar en más de una ocasión, aunque lo que funciona mal es el objetivo más que la cámara.

Hace unos días que no la llevo conmigo por lo mismo, además de que con el frío que hacía no me apetecía estar por el campo, o por los cerros del monte y alrededor del pantano haciendo fotos. Y es que o hay niebla y frío, o cualquiera de las dos cosas por separado o combinadas con el ambiente muy húmedo, incluso con lluvia fina, o xirimiri como se le dice por el norte.
Pero ya estaba yo harto de ver a varios cormoranes negros por aquí –al menos eso me parecían al verlos de lejos-, como a otras aves quizás algo más grandes que a mí me hacía suponerlas garzas, y yo sin poder fotografiarles a placer y contra más cerca mejor.

Así las cosas, todos los días con ese reconcome de no poder fotografiarles, que el otro día y a pesar de los menos cinco grados centígrados que marcaba el termómetro de la terraza –abajo en el coche de un vecino se leían -7º C.- y de la escasa niebla que había en el ambiente, me bajé pertrechado de cámara.
Me decidí, porque al tener objetivo nuevo había que probarlo y como es un angular, zoom y macro a la vez, qué mejor prueba que con los cormoranes o las garzas o lo que quiera que fuesen, pues al no haber llevado la cámara en días anteriores me conformaba con verlos de lejos.
Estaba seguro que algunos eran cormoranes, pues es característica su postura con las alas a medio extender, expuestas al aire o al sol para secárselas, cuando se las mojan al estar en el agua nadando o pescando. Además su color negro puro los delata, aunque el sol haga brillos en sus plumajes al reflejarse sus rayos en ellos.

Pues el día de marras, según iba paseando por uno de los caminos de estos cerros del Alto San Julián, los vi muy cerca de la orilla del pantano. Dos quedaban a mi derecha, hacia el pueblo, ambos sobre sendas piedras que apenas sobresalían a la superficie y distantes entre sí unos cuantos metros. Otros cuantos quedaban a mi izquierda, casi de frente de donde me encontraba, al borde de un islote que se ha erigido tras la gran bajada de nivel del agua del embalse.
Los de la izquierda, unos seis o siete, me parecieron negros como el carbón, por tanto deduje que eran cormoranes, pues además la mayoría de ellos estaban con las alas desplegadas, secándose al poco sol que ya se filtraba a través de las nubes en retirada, aunque seguía haciendo un frío que pelaba.

Me decidí por bajar y acercarme a los que quedaban a mi derecha, ya que no estaba seguro de la clase de aves que eran; tanto me parecían cormoranes, pero más grandes y claros que los otros, como me parecieron garzas. También podían ser grullas, aunque ambas poseen patas largas, pero como el sol lo tenía de frente y se reflejaba en el agua por efecto de la altura a la que me encontraba por las trochas del cerro, no distinguía bien si poseían los zancos que caracterizan a estas zancudas.

Opté por los de la derecha, porque los de la isla me hubiesen quedado lejos, aunque me hubiera acercado lo más que se puede uno acercar por esa parte al islote, y a los otros, si me dejaban y no salían volando, podría acercarme más a ellos y a la orilla del agua desde donde poderlos fotografiar a placer, siempre y cuando el terreno fuese aceptablemente firme, ya que con las decrecidas diarias del pantano, las inmediaciones parecen arenas movedizas.

A pesar de no tener el trípode conmigo, saqué unas cuantas fotos buenas de lo que resultaron ser cormoranes grandes, algo más claros de plumaje que los otros. El primero al que me dirigí, el que tenía más cercano al bajar del cerro, lo fotografié bastante bien, relativamente cerca para el zoom.

Luego, cuando se hartó o se mosqueó, ya que no me quitaba ojo de encima, se fue volando junto al otro y cuando se posó, el otro salió volando hacia la orilla opuesta. El primero se fue en pos de él, nadaron un poco y volvieron volando a posarse sobre las piedras donde había estado el segundo. Allí permanecieron un rato, uno detrás del otro, secándose al sol el plumaje, lo que hacían turnándose, pues en ningún momento lo hicieron a la vez.

Les hice unas cuantas fotos más, estas en pareja, y me fui porque ya llevaba bastantes en la cámara y frío en el cuerpo. En tanto, mi perra había estado sentada en el suelo, que ya no estaba tan duro pero sí frío, pues el sol comenzaba a derretir el hielo y el barro. A consecuencia de ello no me pude acercar más a la orilla, pues ya se hundían las botas en el fango.

Pensaba que muchas habrían salido bien, a pesar de no tener el trípode. El que no suelo llevar porque es un engorro cuando no me hace falta, pues también tengo que llevar sujeta a la perra, de lo contrario sale detrás de todo lo que se menea. Me tengo que mentalizar a llevarlo encima, porque sacaré fotos mejores con él, pero es que con tanta ropa encima y con tanto impedimento, no se puede manejar uno bien, no es lo mismo que en primavera o verano, que llevo de todo; hasta la botella con agua para los dos.



Adrián Martín Alonso
(AdriPozuelo)
Sacedón, Guadalajara
25 de diciembre de 2012

























jueves, 20 de diciembre de 2012

Conversaciones en el bar

-“Pos te digo, que como no caiga na este año, pal que viene, si vivo, no echo ná”. Dijo el hombre más viejo.

-Porque tú lo digas. Le contestó la mujer que estaba a su izquierda y que yo veía de frente, figurándome que sería su esposa, pero como después pude comprobar no lo era.

-“Pos a ver: ¿pa que lo quiero yo ya?” Apostilló el abuelo.

-“¡Anda! Pos se lo dejas pa los hijos o pa los nietos”. Le volvió a replicar la de su izquierda.

De esta forma se expresaban dos de los integrantes del grupo que ocupaba la mesa junto a la entrada. Al pasar junto a ellos, según me dirigía hacia una mesa, la única sin ocupar, di los buenos días y tan solo fui contestado por algunos parroquianos, incluido el camarero que en ese momento se dedicaba a pasar la bayeta sobre la mesa que era mi intención ocupar.

No capté bien la conversación que mantenían los seis abuelos de la entrada, tres mujeres y tres hombres ya de avanzada edad, hasta que estuve en mi sitio. Uno de ellos destacaba sobre manera de todos ellos; este vejete rondaría los noventa años o quizás los sobrepasaba, si mi ojo no me engaña, aunque pocas veces lo hace.

Era el que llevaba la voz cantante en la conversación, de la cual me iba enterando ya acomodado ante mi mesa, tras entablar y finalizar un pequeño diálogo, el de rigor, con el camarero.

-Hola, buenos días señor (lo de señor lo usa coloquialmente conmigo). ¿Chocolate o café?

-Café con leche, por favor. Fue mi respuesta.

Continué observando al grupo de la entrada, que ahora quedaba frente mí.

Tras la réplica de la abuela, el abuelo hizo un mohín, la miró de reojo y fijando la mirada en el abuelo que tenía de frente dijo: -¡Bué...! Cortando toda respuesta, conteniéndose de dar otra explicación, quizás por no considerarla apropiada, o por no querer explayarse más sobre tan delicado tema.

-Pos... ¿Qué hora es ya, las once? Terció la que mantenía diálogo con el nonagenario, mirando por encima de este, en busca del reloj que colgaba en una de las paredes del local. Es como si no supiera su emplazamiento exacto, pero sí de su existencia, o en claro gesto de disimulo por no profundizar más en la cuestión de herencias familiares.

La abuela fue contestada al unísono por otros dos contertulios, que yo, y hasta ese momento, no les había entendido nada de lo que dijeron; tan solo les había oído sonidos guturales. -¡Las once! La dijeron, mirándose ambos la muñeca izquierda.

-“Pos ahora tengo que ir pal sintrón, a Pareja”, así que me voy a bajar pa bajo”. Dijo la abuela.

-“Pos yo voy a subir pa rriba, que me vien a buscar pa un cumpleaños”. Dijo el abuelo, el mayor del grupo, el más delgado de ellos, ya que tanto las abuelas como los otros dos abuelos estaban de “buen año”, también era el que más gritaba de todos ellos. El hombre, o estaba sordo, o al ser trabajador del campo estaba hecho a hablar a voces con la demás gente del oficio.

-¿De quién? Le preguntaron tres de los abuelos, extrañados como si las cuentas no les cuadrasen, de lo que deduje que debían de conocerlo bien. -¿De tus hijos? -volvieron a interrogarle incrédulos- ¿O de alguno de los nietos?

-“Pos... no lo sé”. Les contestó el buen hombre y se quedó pensativo. –“Creo qués duna nieta; o de una bisnieta”. Afirmó con convencimiento y siguió cavilando. –“No sé si será el de la Paqui o el de la Blanqui”.

-“Pos yo los cumplo en mayo; el cuatro”. Dijo otro de los abuelos. –“Pos yo el decisiete, miá tú”. Contestó una de las rollizas abuelas.

-“Bueno, a ver si vien a buscarnos y nos llevan pallá”. Apostilló otra abuela, en lo que se levantaba de la silla, acompañándola todos en la acción. Se ajustaron las prendas de abrigo, que no se habían despojado de ellas, en lo que estaban de pie junto a la mesa, en tanto que yo me enfundaba la mía, pagaba mi consumición al camarero y me dirigía hacia la puerta.

-Adiós, buenos días. Me despedí de todos, respondiéndome los seis campechanos abuelos al unísono, coincidiendo en su saludo tres de ellos.

-Adiós, buenos días. –Buenos días tenga usted. –Ale, con dios. –A los buenos días.

Adrián Martín Alonso (AdriPozuelo)
Sacedón, Guadalajara
20 de diciembre de 2012