viernes, 12 de abril de 2013

Observando la crecida del pantano o Conversaciones en el pueblo

Esa mañana salí solo a pasear, pues Suska había parido el día anterior y no hubo manera de hacerla dejar la camada. Estuvo sin abandonar sus tres retoños dos días, los mismos que ni comió ni bebió, ni hizo sus necesidades. Se tomó muy en serio lo de la maternidad.



Después de tomar algunas fotos desde la terraza a un pajarillo, creo que un pinzón, que estaba en lo alto del álamo de enfrente de casa, salí hacia el puente y tras pasarlo me dirigí al camino que baja hacia el pantano, donde estuve tomando unas fotos de la crecida de este, en perspectiva, y a los patos. Tuve que hacerlas de lejos, porque en cuanto me acercaba un poco salían volando unos cuantos; de tal forma que al final solo fotografié a una pareja y creo que fue porque estaban entretenidos, distraídos u ocupados con la parada nupcial, a juzgar por sus movimientos.



En lugar de tirar hacia el fondo, hacia el estrecho como fue mi primera intención, me dirigí al pueblo siguiendo el camino pedregoso; detrás de mí quedaba el tramo que iba cubriendo de nuevo el agua del Tajo. Al pasar por debajo del viaducto le tomé unas fotos de “su barriga”, sobre todo la perspectiva curva que forman sus pilares, pues aunque ya le haya fotografiado los bajos en más de una ocasión, pensé que también le haría unas cuantas de la misma curva, pero del asfalto para contrastar, por lo que tendría que subir al parque, acercarme a la carretera lo que más pudiera y desde una posición idónea tomarlas.



Después de conseguir unas cuantas, justo desde encima de la raya blanca que delimita carretera y arcén, bajé hacia donde se instala el mercadillo los miércoles de cada semana. Junto a las edificaciones bajas, concretamente junto a la que parece un puesto de socorro, y al resguardo del frío viento que calle abajo venía azotando desde el pueblo, había dos abuelos de charla.



Al pasar junto a ellos oí cómo despotricaban, aunque con razón, del gobierno en curso tanto como del anterior. Que si no sabían dónde iba a parar todo esto; que si lo estaban poniendo difícil, y no solo para los jóvenes y los trabajadores, en tanto que poco a poco, o día a día iban más al paro; que si a los jubilados, “que bien ganada tenemos la jubilación”; que lo que no pensaron que volviera a pasar ha pasado, como es el pago de medicinas, “y eso de las que se puen recetar, que ya otras ni las mandan”.



Esto, deduje que era en clara alusión a que se han dejado de subvencionar, que no “mandar” (recetar) ciertos medicamentos, como por ejemplo los antitusígenos, o antitusivos, y expectorantes, como he podido comprobar yo mismo en detrimento de mi economía. Y claro, la conversación discurrió por los derroteros que la mayoría de los “viejos” suelen transitar: la posguerra vivida y sufrida.



“Es que entonces, hasta en la casa más modesta se tenía un gorrinejo, lo mataban, vendían el lomo y eso, y... tenían pa comer un tiempo. Además, que como el que más o el que menos tenía un huertecillo... Y eso después de la guerra. ¿Sabe? –continuó el mismo hombre- Y las cabezas de ajo asás, agua y pan negro”.



“¡Pos anda! –replicó el otro- ¿Y qué cree que comíamos en mi casa? Pos las cabezas dajo. Las asábamos en la lumbre y eso es lo que comíamos.
“Y..., o el trigo negrillo, que labrá oío usté –sigió apostillando el otro-, pos lo poníamos pa simiente...”

Aquí se me perdieron algunas palabras, a consecuencia del viento, porque estaban al otro lado de la esquina de la caseta, donde ellos hablaban en un lado y yo escuchaba desde otro, además de que se movían sin desplazarse del lugar y las voces se perdían en dirección contraria a la mía. Cuando volví a captar la conversación, aunque continuaba con ciertas lagunas por lo ya descrito, el abuelo del trigo negrillo continuaba así: “.../... a catorce o quince.../...pal ganao, porquera en tierra mala”.



“Pos, un filete o unas chuletas, me los ponen tres día seguidos..., pos ya no los quiero. Hay que comer judías, garbanzos, lentejas y tó eso”.

El aire cambió de dirección, al tiempo que ellos seguramente de postura, en lo que yo tomaba apuntes de lo oído. Cuando volví a captar la conversación, esta ya había cambiado “de tercio”, como así comprobé cuando el viento me trajo estas palabras: “.../... no se podían casar, pero si dabas dinero al cura lo arreglaba y se podían casar”.




“Ya le digo. Pue seso, al cura y al juez, y entonces los casaban”. -apostilló su contertulio- “¿Se da cuenta de que la vida es un engaño?” “Pos eso, que vamos patrás en vez de palante”. “Pos, eso digo yo”. Con la contestación del otro tertuliano concluí la escucha. Guardé el bloc y el bolígrafo en el bolsillo de la cazadora y seguí calle arriba en dirección al bar, ya que mi intención era tomarme allí un café con leche y unos churros.

Sentado a la mesa, ante mi desayuno ya servido y de cara a la puerta, no tuve por menos que escuchar la conversación que ya tenían entablada cuatro mujeres, dos mayores, una de mediana edad y una algo más joven, que sentadas ante mí conversaban ante los servicios vacíos de sus desayunos. Un solitario churro reposaba en un plato, y este sobre el mármol de la mesa como centro del corrillo, atónito o atento a lo que escuchaba, aunque no estuviese allí olvidado.



Este suele ser “el de la vergüenza”, ya que una por otra, ninguna se lo comería. Recordé el refrán que dice: “el que tiene vergüenza ni come ni se almuerza”. Oído mucho en mi niñez, sobre todo “en boca de mi madre”, y desde inmemorial decidí no dejar “el de la vergüenza” nunca en un plato. Ya fuesen churros o rosquillas, aceitunas, galletitas, cacahuetes, o cualquier otro tipo de aperitivo, dulce o golosina, que si yo estaba en el corrillo, no sobraba.

Si es que cuando uno se ha criado y ha crecido en la carencia, le han enseñado que la comida no se desperdicia, y menos aun se tira, no se deja nada en el plato. ¡Y por vergüenza menos! De pasada, me acordé de la conversación de los dos abuelos mantenida en el parque, pegados a la pared, al abrigo o resguardo del frío viento de esa mañana del primero de abril.

“Menudo sinvergüenza”. Decía en ese momento una de las abuelas. “Se iba por entremedias de la gente que estaba en la orilla y se iba tocando mirando a las mujeres”. Contestaba otra: “¿Los guevos?” –preguntaba una tercera y la anterior la contestaba- “¡Anda, pues qué va a ser si no!”

A renglón seguido, otra de las dos mayores continuó así: “Se ahuecaba el bañador y se secaba los guevos con la toalla; el guarro..., delante de todas”. “Y se ponía desde lo alto del puente con los prismáticos, pa ver si enganchaba a alguna”. Dijo la otra abuela. Y como si hubiese estado esperando esto, o se lo hubiese recordado, la joven contó su aventura o suceso, que no sabría yo qué decir al respecto, pues se lo estaban pasando pipa con las “sinvergonzadas” del hombre.

No recuerdo si dio los nombres de sus dos compañeras que con ella formaban el trío, el caso fue que estando las tres por la zona de la Boca del Infierno, el “vistillas” estaba por allí también, solo que más arriba que ellas, por uno de los caminos que quedan en la ladera del cerro, y pertrechado con los prismáticos.

Las chicas, vamos a decirlo así, ya que no sé quienes fueron pues no oí sus nombres y aunque los hubiese oído no las conocería, al parecer se cambiaron allí de ropa. “¿Y os pilló?” Preguntó la de mediana edad. “¡Toma que si nos pilló, y a las tres! Con los prismáticos...” La misma que había preguntado comentó: “¡Anda que si no tenía mujeres en casa...!” Una de las abuelas la contestó: “Pues por eso, so tonta, se calentaba y..."

No sé si es que el hombre habría muerto, pues se referían a él en pasado, so pena de que estuviesen comentando veranos anteriores, que eso es seguro pues el de este año lo estamos esperando. Pero es que cuando se habla mucho de alguien en esa forma; que si hacía; que si iba o venía; que si en una llevaba esto; que si otras aquello, es que el interfecto está, precisamente eso, interfecto.

Cuando de alguien se habla mucho, tanto bien, comentando y alabando sus bondades, como mal, comentándolas, criticándolas y recriminándolas, suele ser porque ya no está en este mundo. Que dicho sea de paso, o al final, no desearía que así fuese por él mismo, ya que el hombre seguiría vivo y pasándoselo bien y las señoras contando sus aventuras –las de él- también. O padeciéndolo, vaya usted a saber.




Adrián Martín Alonso
(AdriPozuelo)
Sacedón, Guadalajara
12 de abril de 2013




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